Tercero A 1970 (2000). Bárbara Garlaschelli
- diadelcuento
- 22 sept 2020
- 9 Min. de lectura
Cuando el diablo te acaricia,
quiere el alma.
Proverbio napolitano.
Las palabras de la profesora Chiara Dardi flotan sobre las cabezas de los muchachos.
Está hablando de una guerra mundial, quizá la Primera la Segunda, y suelta los nombres de los estados guerreros con voz atonal, y los ojos pasan de un alumno a otro. Habla de guerras pero piensa en una sola cosa: "Distinguida licenciada Dardi, le agradecemos que haya elegido nuestra casa editorial para enviarnos su trabajo. Sus poemas son muy bellos, aunque inadecuados para nuestra colección. Cordialmente…"
La profesora Dardi colecciona cartas de rechazo como un niño estampitas de futbolistas. Las tiene todas, en orden cronológico, guardadas en una carpeta de cartón rojo. Cuando el dolor se hace demasiado punzante, relee las corteses palabras al curare y llora.
Ahora, sin embargo, no llora. Habla de alguna guerra y fija la mirada en la clase frente a ella.
En la primera fila, en la cuarta banca, Rossi Elisa, trece años, futura madre de tres hijos —dos niñas y un niño—, esposa de un ingeniero civil, hombre cauto y atento, lento de pasos y de sentimientos, pero disponible y fiel. Delante de ella, una vida de comodidades y automóviles y carriolas último modelo y jamón sin grasa o mi familia no se lo come. Cuando su primogénito se revele como un “monstruo” de violencia y furia, ella no logrará darse una explicación. “¿Cómo pudo sucederme a mí?”, se repetirá. Se sienta erguida y atenta. Elisa, toma los pasajes sobresalientes de la lección, pero es incapaz de ubicar los puntos verdaderamente importantes, los nudos que desata la complicada red del conocimiento. Por ello las palabras de la profesora quedan como lo que son: palabras.
A su lado, cabellos cortos y frenos en los dientes, Giacometti Emanuela, a la que siempre llamarán Manuela, destinada a padecer por toda la vida la misma suerte de la “e” al principio de su nombre: quedar olvidada; incluso por su novio que, a la edad de veintiséis años, se olvidará de ella en la iglesia, frente al altar, inmaculada con su vestido blanco, pero en realidad ya no inmaculada para su familia, que la olvidará en un apartamento del centro de otra ciudad, a muchos kilómetros de su honra deshonrada.
En la tercera banca, anteojos gruesos que le resbalan inexorablemente sobre la nariz, Mariberti Damiano, perdido dentro de los propios lentes que agrandan sus ojos de almendra, volviéndolos descomunales y poco agradables a la vista de los demás, sobre todo a la femenina, envuelta —la vista femenina— en exuberante crueldad. Transcurrirá sus años en compañía de una mamá protectora y viuda y de noches televisivas estimulantes como puñados enteros de Veronal. Con temerosa reverencia se enamorará de una muchacha tímida y delicada, perdidamente enamorada de su psicólogo y dispuesta a salir con Damiano, pero sólo por amistad, y dispuesta a corroerle el corazón, pero sólo para no herirlo con un amor no correspondido.
Al lado de Mariberti Damiano, Scalía Ada. Ada nunca baja la mirada, la fija siempre directo en la cara de quien le habla, y a menudo el interlocutor dirige los ojos a otra cosa, cohibido por tan descarada falta de recato. Frente a ella uno se siente desnudo y un poco culpable sin saber exactamente por qué. Su madre ha intentado enseñarle la sumisión. Ha tratado de todas las maneras —y la espalda de Ada algo sabe al respecto—, pero sólo ha logrado aumentar su voluntad de no ceder jamás, bajo ninguna circunstancia, por ningún motivo. Ada se convertirá en una pintora. Inventará, con colores y signos, mundos nuevos en los que ninguna niña tendrá que llorar lágrimas de miedo y de dolor.
En la segunda fila, detrás de la nuca de Scalía Ada, Valle Jacopo. Escucha atento. Le gusta el sonido de la voz de la profe. Le gustan los sonidos de todas las voces. Detrás de cada timbre, sonoridad, susurro, hay una historia, un mundo, hay esperanzas y desilusiones, trenes perdidos y monedas encontradas, hay cigarrillos fumados uno tras otro, canciones cantadas desde el ronco pecho. Querría guardar para sí todas esas voces.
Todas.
A su lado, reposa sus cansados miembros Ferrín Sabino, condenado a noches de sexo desenfrenado para disociarse de un nombre tan femenino. Nunca escuchará ni siquiera una lección, ni en esa aula ni afuera, y se encontrará festejando sus diecinueve años en una celda de la cárcel de Ópera, purgando quince años por homicidio. Intentará desesperadamente resistir los avances de su compañero de celda, pero su nombre es un pasaporte para el infierno y su cuerpo delgado e impetuoso en una invitación a la que el compañero no quiere renunciar.
Junto a él, en absorta meditación de la ventana, Turchetti Ángela, físico de bizcocho, redondo y suave, y cerebro de top model. Decidida a llegar alto, cueste lo que cueste y dispuesta a pagar bien. Consumirá los años dejando kilos tras de sí como deja una babosa la baba; pasará la línea de los treinta como un soldado las líneas enemigas: sin peso superfluo pero con mucho miedo. Ahora observa el sol que cambia de posición en el cielo y piensa, llena de disgusto hacia sí misma, en la rebanada de Sacher que su madre guardó en la despensa. No tiene duda de lo que será del pastel y se prepara a expiar su culpa.
Ángela voltea ligeramente la cabeza e intercepta una mirada de su compañero, Natali Vincenzo, la mejilla desparramada en la palma de la mano y el codo apuntalado sobre la banca mientras fija la mirada en ella, pero no la ve, justo como hará con su futura esposa. Las palabras de la profe zumban en la cabeza de Natali Vincenzo, como moscas fastidiosas que él tolera sin tratar de ahuyentar. Exactamente como tolerará a su jefe de oficina, a la suegra, a la hermana de su esposa, al perro, los dos canaritos y el cuñado. En un mundo que corre y correrá siempre más, Vincenzo ha elegido esperar con calma su parada.
En la tercera fila, como dos caras de la misma moneda, dos alas del mismo pájaro, dos balas de las misma pistola. Durante Federica y Durante Alessia, gemelas de la misma madre y del mismo padre, unidas por el mismo odio que crecerá con el crecimiento de sus piernas y de sus senos y de sus traseros y de sus panzas. Siempre iguales, siempre juntas, se dividirán la misma casa, se casarán en la misma iglesia el mismo día con el mismo hombre, aunque materialmente, como es obvio, sólo una estará frente al altar, mientras la otra llevará el velo y el deseo de venganza. Una tendrá dos hijos que la otra mecerá.
Al lado opuesto de éstas, otro grupo de bancas.
En primera fila, concentrado en las palabras de la profe, listo para absorber no sólo el significado sino también los sonidos y los colores y los olores. De Martino Alberto. De todos. Alberto es el único que sabe que las palabras tienen sonidos y colores y olores y, con los años, las plasmará a su gusto, con la ilusión de dominarlas. Será un escritor de fama y fortuna discretas y muy tarde se dará cuenta de que las palabras no salvan la vida, que a lo más, pueden mejorarla.
A su derecha, Sala Andrea, inclinado sobre el papel, tomando apuntes, escribiendo frenético en el intento de atrapar los conceptos, de ahogar los pensamientos en la página blanca, embardunado de tinta y sudor en su esfuerzo por correr tan veloz como las palabras de la profesora. Su vida será así: gastada en el intento de decodificar los instantes, de inmortalizar las figuras en una película para poder encontrar las mismas caras, los mismos movimientos, las mismas emociones, y de hallar las mismas respuestas. Lo acompañará una mujer mayor que él, que en vano tratará de sugerirle que a menudo no son las respuestas lo que cuenta, sino las preguntas.
Después de él, un lugar vacio, usualmente ocupado por Madera Beatrice que hoy está en casa con fiebre, mañana en casa con dolores en las piernas, dentro de diez años en casa con fuertes dolores de cabeza. Cada uno se defiende de la vida como puede.
Tossi Alex viene inmediatamente después del lugar vacío. Alex ve a la profesora pero piensa en otra cosa. Piensa que también él, algún día, hablará frente a un público atento (no como el que ahora está frente a Dardi) y escogerá las frases justas, las palabras adecuadas para convencer, fascinar, ganar. Tirará alto, sin preocuparse de cuánto pueda costar ni, sobre todo, quién tendrá que pagar la cuenta.
En la fila de atrás, Ravel Claudia, con el estómago encogido por el terror de ser interrogada. Maldice todas las escuelas del mundo y los libros de historia y de matemáticas y de ciencias. Se pregunta qué sentido tiene quedarse bloqueada en esa silla, entre esas bancas, esos muros, mientras afuera el sol brilla y la vida la está esperando sólo a ella. Y no ve la hora de salir de ahí para correr, saltar, bailar. No ve la hora de liberarse de esa trampa. No imagina que un día, dentro de muchos años, se disparará otra trampa. Una trampa de la que no podrá librarse.
A espaldas de Beatrice que no está, Tiépolo Giovanna, largas pestañas negras suspendidas sobre sus ojos lánguidos y siempre enamorados. Ahora enamorados de Sala Andrea, mañana de Federico y luego de Massimo y luego de Claudio y luego de Stefano y luego de Remo y luego y luego y luego. Rodará de una cama a otra como un trompo enloquecido, en la búsqueda desesperada de alguien que la detenga y encontrando siempre manos dispuestas a dar un nuevo giro al trompo. Rodará y será un poco feliz y un poco desgarrada, vivirá los amores como los jugadores la ruleta: apostando todo.
Junto a ella está Settembrini Anita, la espalda erecta contra la silla, con la postura un poco artificial de las bailarinas. Y será una bailarina. Recibirá los golpes de la vida con envidiable despreocupación y, con la misma envidiable despreocupación, a los veintiún años romperá un espejo en la cabeza de su amante. El espejo se hará mil pedazos y también su felicidad, porque ese amante la abandonará por su mejor amiga. Anita no es del tipo de las que perdonan semejante traición y con aristocrática pose empezará a beber y a beber hasta que el cisne que era parecerá un buitre a la espera de alguna carroña que descarnar.
El codo de Anita roza el de Biraghi Raffaello, que ya tiene los dedos sucios de nicotina y arrugas alrededor de los ojos y está sentado en esa clase pero no es ahí donde debe estar, piensa él, sino en la construcción, pegando un ladrillo con otro y llevando a casa algo de dinero, pues son seis de familia y nadie trabaja además de su madre, que se levanta a las cuatro para ir a limpiar las oficinas. Su padre está en casa hace un año, ya casi no habla, come a duras penas y ve a su familia desde el rincón de la sala como un pintor vería un obra que ha pintado, pero que no se le parece. Raffaello dejará la escuela dentro de un año y trabajará toda la vida entre cal, ladrillos, argamasa y polvo, con el agua y el sol y el viento encima. Nunca se casará porque no logrará olvidar la cara espantada de su padre mientras lo mira desde el rincón de la sala.
Una fila más atrás, desplazado algunos metros con respecto a los otros, con la banca que rompe la simetría, formando la única nota discordante en el orden geométrico de la clase, Tremo Atrovs, de origen griego —le han contado en el orfanatorio, sin que él preguntara nada. Nadie entiende nunca su nombre y él no lo repite dos veces. Nunca repite nada. Andará por sus años como una hoja que sopla el viento, sin detenerse nunca, vagando aquí y allá, el cerebro perdido en mundos fantásticos que lo atraen como sirenas y lo invitan a entrar. Pero, ¿cómo se puede entrar a la propia mente y vivir en ella sin que los demás te tomen por loco? Y es precisamente así como lo ven los demás: un loco; y con el pasar de los años todo se irá volviendo peor. Lo tendrán alejado, tratarán de evitarlo. Él, sin embargo, oirá sus palabras, que lo perseguirán como flechas con la punta envenenada. "Loco loco loco loco". Le parecerá oír esa cantaleta cantada por mil voces delgadas y petulantes.
Y una noche irá al restaurante El Lirio, donde los estudiantes envejecidos del Tercero A estarán fingiendo que son despreocupados muchachos de trece años. Los mirará sonriendo uno después del otro. Sala Andrea, Settembrini Anita, De Mario Alberto, las gemelas Durante, Mariberti Damiano y los demás; observará al cisne transformado en buitre, los anteojos en vilo de un hombre inútilmente enamorado, los ojos atentos de un escritor que huele las palabras, los hombros anchos y fuertes de un albañil que quisiera estar un cualquier sitio menos ahí; y cuando también ellos lo miren con sonrisas incómodas, él leerá las palabras en sus cerebros. "¿Qué hace aquí? ¿Quién lo invitó? ¿Qué hacemos ahora?", y con los ojos repentinamente llenos de lágrimas y la cabeza vacía de pensamientos, se verterá encima el bote de gasolina que trajo consigo y encenderá un fósforo.
La profesora Dardi habla y piensa. Piensa que le gustaría poseer una esfera de cristal para poder ver el pasado y el futuro de esos alumnos suyos que no saben que tienen frente a ellos una mujer que escribe poemas que nadie leerá jamás.
La profesora habla y sus palabras hablan de muertos ya olvidados, llenan el silencio del aula y se pierden.

Bárbara Garlaschelli (1965).
Milán, Italia.
Novelista, cuentista y poeta.
"Tercero A", Un océano de por medio, 2000.
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