Matilde Espejo (1964). Amparo Dávila
- diadelcuento
- 20 nov 2022
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Es increíble cómo pasa el tiempo: entonces era 1940 y estamos en 1962. ¡Veintidós años!, apenas puedo creerlo. Es uno joven y saludable, tiene el cabello negro y el cutis terso, y cuando se acuerda está con la cabeza completamente blanca y lleno de arrugas y de achaques. Veintidós años y todavía me duele la historia de doña Matilde, porque yo sé muy bien y no me lo podrán quitar nunca de la cabeza, que era la persona más buena del mundo, incapaz de hacerle daño a nadie, ni siquiera a una mosca. Conocí a doña Matilde mucho antes del cuarenta; este retrato que nos sacó Pancho en Chapultepec fue en ese año, pero ya teníamos algún tiempo de ser amigas. Como en 1935 nos fuimos a vivir a la calle del Chopo. Así conocí a doña Matilde que era la dueña de aquella casita. Ella también vivía en la misma calle del Chopo, en el número 12, a dos cuadras de la casa que nos rentaba. Me acuerdo como si fuera ayer de la primera vez que la vi. Toqué la puerta y salió a abrir una señora o señorita de bastante edad, toda vestida de negro. Pregunté por doña Matilde Espejo, como me habían dicho que se llamaba.
—Yo soy Matilde Espejo, ¿en qué puedo servirle? —dijo ella con una voz que me agradó mucho y que denotaba su fina educación.
—Estoy interesada en la casa que renta usted —le contesté, mientras miraba y miraba su hermoso cabello blanco, peinado con tanto gusto y esmero que me llamó la atención. Después me fijé en sus ojos que eran de un color muy raro, entre verde y azul, parecidos a esas piedras de aguamarina; luego caí en cuenta de que eran iguales a los de Filidor, nuestro gato, y por eso me gustaban tanto.
Ella me invitó a pasar para que pudiéramos hablar con toda calma y comodidad, y me llevó a la sala. Yo sentí que entraba en otra época o en un sueño al penetrar en aquella maravillosa sala con muebles dorados Luis XV, un piano de cuarto de cola, cortinas de terciopelo verde jade, alfombras finísimas, tapices y gobelinos por todos lados, tibores, flores de porcelana, quinqués, licoreras de cristal cortado, medallones con angelitos y enormes espejos en donde uno se veía de cuerpo entero. Me senté con sumo cuidado y precaución, temiendo que aquella delicada silla cediera ante mi peso. Estaba a tal punto impresionada por tantas cosas hermosas y por las atenciones y la amabilidad de la señora que apenas pude decirle cuánto nos gustaba la casa y nuestro deseo de rentarla.
—¿De veras les gusta? —preguntó complacida—. Si viera usted el cariño que le tengo a esa casita, ahí vivió mi querida hermana Sofía.
Al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas. Sacó entonces un pañuelo de lino con encaje de Bruselas y se los secó con suma discreción. Yo no sabía qué hacer ni qué decirle y me sentí apenada pensando que, de seguro, le había removido algún recuerdo triste; sospeché que la hermana se había muerto.
—Perdóneme usted —dije por fin—, no era mi intención…
—No se apene usted, querida. Mi dolor está todavía reciente y no puedo aún dominarme cuando me pongo a hablar de ciertas cosas. Pero ya pasó. Si le gusta a usted la casa se la rento de inmediato.
—Muchas gracias —dije gustosa. Luego le expliqué que yo necesitaba saber cuáles eran la renta y las garantías que ella pedía para ver si ambas estaban dentro de nuestras posibilidades. Y pensaba, con desencanto, que lo más probable era que esa renta no estuviera a nuestro alcance.
—Las garantías que pido son sólo el cumplimiento puntual de los pagos, nada más —dijo ella—. Y la renta es lo que ustedes puedan pagar, es decir, lo que tengan asignado para ello.
Debe de haberse dado cuenta de la sorpresa y estupor que me produjeron sus palabras, porque dijo:
—Piensa usted, seguramente, que soy muy bondadosa, pero no es eso. El que a usted le guste tanto la casa lo explica todo. Yo deseaba rentarla a alguien a quien le gustara de verdad y supiera apreciarla, porque quiero que se conserve como está sin ser destruida. No sabe usted cómo la cuidaba mi pobre hermana.
Al despedirnos me dio la mano, una mano pequeña y tan suave y tersa como la de una niña. Yo apenas la toqué porque temí lastimarla con la mía, áspera y tosca, como de campesina.
***
Inmediatamente nos mudamos a la casa del Chopo. Daba gusto ver cómo nos lucían ahí los muebles que, a decir verdad, no eran gran cosa y ya estaban bastante usados, sobre todo el ajuar de la sala que compramos cuando nos casamos y que tenía el tapiz muy decolorado y rasguñado por Filidor y Titina. Yo había quedado tan deslumbrada por doña Matilde que no hacía sino hablar de ella, a todas horas, con Pancho y los muchachos: que era una señora muy fina y elegante y que su casa era como un palacio, no se me caía de la boca.
Como a los ocho días de vivir en la nueva casa sentí que debía notificárselo a la señora. Después de la comida me fui a verla. Estaba a unos cuantos pasos de su casa, cuando la vi que salía cargando un enorme ramo de claveles blancos. Quise regresarme, pensando que no era oportuno interrumpirla, pero como ella ya me había visto, me acerqué y la saludé. Me dio la impresión de que le había dado gusto verme, porque sonrió amablemente mientras contestaba a mi saludo y me preguntaba a su vez cómo estaban todos por mi casa.
—He pasado sólo a comunicarle que ya estamos instalados y al mismo tiempo a ponernos a sus órdenes —le dije.
—Qué amable es usted, querida. No sabe cuánto agradezco su gentileza y me apena muchísimo no invitarla a pasar, pero mire usted —dijo señalando los claveles—, ahora salgo a llevarles estas flores a mis queridos muertos. Dígame usted si mañana le sería posible tomar conmigo una tacita de té.
—Claro que sí, muchas gracias —me apresuré a contestarle entusiasmada con la idea, ya que eran pocas o ninguna las oportunidades que tenía de relacionarme con personas de la categoría de doña Matilde. Las señoras que yo trataba eran las esposas de los músicos compañeros de Pancho y a nadie más.
Al día siguiente, después de la comida, me vestí y arreglé lo mejor que pude. Hasta el corsé me puse, pues siempre he creído que uno debe estar de acuerdo con el lugar y las personas a las que visita. Y como doña Matilde era una gran dama yo debía presentarme ante ella lo más decorosamente posible. Pancho estaba dando una clase de violín cuando me oyó salir y se sorprendió de verme tan prendida.
—¿Adónde vas tan emperifollada? —preguntó mirándome por arriba de sus lentes.
—Voy a tomar el té con doña Matilde Espejo —le contesté sintiéndome bastante importante y satisfecha.
Doña Matilde me condujo hasta la sala tomándome del brazo, con tal atención y afecto como si yo hubiera sido una señora de su misma clase y muy amiga suya. Eso es algo que jamás olvidaré. Me hizo sentar junto a ella en el sofá, para que estuviera más cómoda, y se dispuso a servir el té mientras me preguntaba por Pancho y los muchachos. Nunca había tomado un té más rico, así se lo dije a doña Matilde.
—Me alegro mucho de que le guste, querida. Es un té delicioso que yo adoro. Un té chino de pequeñas flores silvestres, difícil de conseguir y bien caro. Pero qué quiere usted, estoy tan mal acostumbrada a las cosas buenas que me es imposible privarme de ellas. Le aseguro a usted que soy capaz de cualquier cosa antes que prescindir de mis pequeños vicios.
Esto lo dijo con mucha gracia y con un encanto especial que lo cautivaba a uno. De una cajita de lámina roja me ofreció un cigarrillo.
—Es otro de los vicios —dijo sonriendo—. Uno de los tabacos más rubios que existen en el mundo y tan suaves, que jamás lastiman la garganta. Pruébelos usted, estoy segura de que le gustarán.
Acepté uno de los cigarrillos observando cómo ella colocaba el suyo, de la manera más delicada, en una larga boquilla de marfil. Después del té tomamos coñac, mientras ella me mostraba un álbum de familia lleno de fotografías de caballeros y de damas sumamente elegantes y distinguidos, y me iba explicando quiénes habían sido, pues todos habían muerto ya. Conocí a su hermana Sofía, la que vivió en nuestra casita, a su mamá y a su papá, a sus dos hermanos. Entonces me di cuenta de que eran pasadas las seis de la tarde y me dije que debía marcharme, aunque no tuviera ganas, porque no era nada correcto prolongar la primera visita. Eso me lo había dicho, alguna vez, mi madre y yo no quería hacer nada que no estuviera bien frente a la señora.
—Me apena mucho que se vaya, querida. Vivo tan sola que momentos como éstos son verdaderamente inapreciables. Pero prométame usted que volverá otro día a tomar el té conmigo.
Le aseguré que era un honor para mí gozar de su compañía y que volvería siempre que ella me lo permitiera.
***
Como a la semana me llegó una nota en papel color de rosa muy fino, donde me invitaba de nuevo a visitarla. Fue entonces cuando me dijo Pancho que le parecía absurdo que yo quisiera cultivar la amistad de doña Matilde, que pertenecíamos a dos mundos diferentes y yo nunca podría corresponder a sus atenciones. Esto me entristeció mucho, pero luego me dije que si la señora me invitaba yo no le iba a hacer un desaire y me fui a tomar el té con ella, sin hacer caso, por primera vez, de lo que Pancho decía. Yo siempre respetaba y tomaba muy en cuenta todas sus opiniones porque era más instruido que yo.
Así fue como se inició aquella amistad que iba a durar por años y a través de los cuales llegamos a querernos tanto. A pesar de que doña Matilde era una señora aristócrata y de un medio totalmente distinto al nuestro, jamás nos hizo un solo desaire y siempre nos dio infinidad de pruebas y demostraciones de cariño. Al principio nos veíamos una vez a la semana en que me invitaba a tomar el té. Después de algún tiempo, comenzó a pedirme de cuando en cuando que la acompañara al cementerio a dejarles flores a sus muertos. Ella acostumbraba ir todos los sábados, con una devoción y cariño como no he visto otros. En una ocasión en que le dije cuánto admiraba su constancia, ella me contestó: «Que no les falten nunca flores, es lo menos que puedo hacer por ellos, amiga mía. Debo tanto a mis queridos muertos». Siempre llevaba claveles blancos, decía que los rojos eran para los vivos y los blancos para los muertos. Tenía una propiedad en el panteón donde estaban enterrados todos sus familiares, y no sólo les llevaba flores cada semana sino que pagaba a un muchacho para que barriera la capilla y quitara el polvo. Cuando yo la acompañaba arreglábamos las flores en las macetas de cantera; al terminar, ella se sentaba y permanecía un buen rato quieta y pensativa, seguramente rezando. Yo también rezaba, sin saber ni para quién, nada más por acompañarla. De regreso del cementerio me invitaba a merendar, lo cual yo esperaba con entusiasmo pues siempre me servía algo exquisito. Una de esas noches después de merendar, sacó otra vez su álbum de retratos y me mostró el de un caballero rubio de porte muy distinguido: «Éste es Wilberto, mi primer esposo. ¡Qué amor más tierno fue el nuestro, querida! Cuando murió quedé completamente desolada». Así supe que doña Matilde había sido casada y de seguro por dos veces puesto que dijo «mi primer esposo». Recuerdo que comenté que don Wilberto debió de haber sido un hombre muy guapo.
—Era bastante bien parecido —dijo ella—. Aun muerto se veía como un príncipe, lo vistieron con su frac y parecía como si sólo estuviera durmiendo. Lo velamos aquí en esta sala.
Yo no podía dejar de mirar la fotografía de don Wilberto y trataba de imaginarme cómo sería vivir con un hombre tan guapo, y como en la fotografía se veía muy fuerte y lleno de vida, pensé que tal vez había sufrido algún accidente y se lo pregunté a doña Matilde.
—No, querida —me contestó ella—, se fue acabando poco a poco, como una vela que se consume lentamente.
***
Pancho y yo siempre nos preguntábamos por qué siendo una dama de tan buena posición y con una casa tan elegante, no tenía sirvientes de planta; sólo había una señora de entrada y salida que le hacía la comida y le arreglaba la casa y su ropa. El huerto ella misma lo cuidaba. Nunca entendí cómo podía hacerlo con aquellas manos tan finas. Cuando le tuve más confianza se lo pregunté: «Amo mi soledad, querida, tan llena de recuerdos, y me molesta la presencia de ciertas gentes». Nosotros pensamos que por tener tantas cosas de valor tal vez desconfiaba de la servidumbre. No dejaba también de parecernos extraño el que no tuviera amistades entre las personas de su misma clase, o por lo menos que nunca las frecuentara y viviera tan aislada, pero como ella misma me lo dijo, le gustaba estar sola con todos sus recuerdos.
Al principio yo era la única de mi familia que llevaba amistad con ella. Con el tiempo, también Pancho comenzó a tratarla y a admirarla como yo. Él iba, algunas veces, por las noches a recogerme y entonces ella lo invitaba a pasar. Conversábamos un rato mientras saboreábamos un brandy o algún otro licor finísimo de esos que ella siempre nos ofrecía. Doña Matilde adoraba la buena música y según me di cuenta, por lo que platicaban Pancho y ella, conocía bastante. En su juventud había tocado el piano, nos confesó una noche. Pero hacía muchos años que no lo tocaba, por lo que ya debía de estar completamente desafinado y sordo. Pancho se ofreció a afinárselo y ella rehusó de una manera cortés, diciendo que ya no podría volver a tocar, después de tanto tiempo y tantas desdichas. Sin embargo una noche ella misma le pidió a Pancho que cuando pudiera le diera una revisada al piano. En dos o tres veces mi marido lo dejó como nuevo y le sacó unas voces que daba gusto. Un día Pancho llevó su violín y cuando menos acordé se pusieron los dos a tocar. ¡Cómo me acuerdo de ese tiempo y de las cosas tan bellas y sentidas que tocaban: la Serenata de Toselli, Para Elisa, la Estrellita de Ponce! La primera vez que tocaron la Serenata, doña Matilde suspiró con mucha tristeza al terminar la ejecución y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—¡Cómo le gustaba esta melodía a mi querido Reynaldo! —nos dijo conmovida.
—¿Hermano suyo? —preguntó Pancho.
—No, amigo mío, Reynaldo fue mi segundo esposo —contestó ella y nos mostró una miniatura de un caballero muy distinguido, con grandes bigotes oscuros y unos ojos de mirada penetrante.
—¿También murió? —le pregunté.
—Sí, querida, mis tres maridos murieron. El último, Octaviano, hace apenas cinco años. Desde entonces sólo vivo de recuerdos y añoranzas —dijo con una voz tan desalentada, que Pancho y yo no encontrábamos la manera de distraerla y quitarla de pensar en sus infortunios.
***
Algunos domingos o días festivos íbamos los tres al Bosque de Chapultepec a pasear por la Calzada de los Poetas o la de los Filósofos, que eran sus preferidas. Nos sentábamos en una banca a la sombra de los altos árboles y ella nos contaba de los lugares maravillosos que había conocido, cuando fue con sus padres y sus hermanos al viejo mundo. ¡Qué bonito conversaba! Se iban las horas oyéndola. Parecía que uno estaba viendo aquellas bellas ciudades o paseando en una góndola en Venecia, en donde decía que habían vivido un año. También nos platicaba de los hermosos conciertos que había escuchado en los mejores teatros del mundo y de las óperas fastuosas. Era increíble cuántas cosas había visto y sabía doña Matilde, y todo eso lo contaba sin presunción y no como otras gentes que yo he conocido y que sólo tratan de deslumbrarlo a uno y hacerlo sentir ignorante y sin cultura.
Cuando cumplimos nuestras bodas de plata, doña Matilde fue nuestra madrina. ¡Qué día fue aquél! Por la mañana la misa, con la iglesia llena de flores que ella envió y una música como no recuerdo otra, ni siquiera la del día en que nos casamos porque entonces no pudimos pagar sino el órgano. Desayunamos en su casa con los muchachos y nos sirvió unos bocados como para reyes. Ella estaba muy contenta, decía que las bodas la emocionaban mucho y no paraba de hacer recuerdos de las suyas. Después que terminamos de desayunar nos llevó a la sala para darnos su regalo. Nos quedamos atontados, y sin saber ni qué decirle, al recibir las escrituras, a nuestro nombre, de la casa que nos alquilaba. Fue la sorpresa mayor y más agradable de nuestra vida, no podíamos creerlo, era como estar soñando. Pancho y yo la abrazamos y no pudimos contener las lágrimas. «No se pongan así, amigos míos, es una celebración, no un entierro —decía ella—. Vamos a tomar una copita y a platicar.» Nos dio un licor muy fuerte y muy fino que le gustaba mucho a don Wilberto, su primer esposo. Y con aquel licor cuyo nombre no recuerdo porque era muy difícil, nos pusimos, Pancho y yo, tan contentos como si tuviéramos veinte años. A ella nunca se le subían los vinos, de seguro porque estaba acostumbrada a ellos de toda su vida. «Mi pobre Willie terminaba una botella diariamente, lo paladeaba con verdadera delicia. Hasta el último día de su vida lo bebió», nos dijo, y sonrió con ternura al recordar a su primer compañero.
***
Al poco tiempo de nuestro aniversario Filidor y Titina tuvieron gatitos y uno de ellos, un machito, sacó los mismos ojos de Filidor y de doña Matilde. Decidimos regalárselo por tener el color de sus ojos. Era precioso el gatito aquel, todo gris y con sus ojitos como dos piedras de aguamarina. A doña Matilde le gustó tanto que aceptó el obsequio, no obstante que nunca en su vida había tenido ningún animal en su casa. Le puso el nombre de Minou y lo quería que daba gusto: le compraba carne picada especial y le arregló una cesta muy linda para que durmiera al lado de la cama de ella. Todos los días lo peinaba y le ponía moños de listones finos. Creció muy bonito Minou con la buena vida que le daba doña Matilde, pero un día 14 de octubre que nunca olvidaré, se comió no sé que alimaña del huerto y se envenenó. Doña Matilde nos mandó llamar con urgencia. La encontramos descompuesta y con los ojos enrojecidos y al pobre Minou que apenas si respiraba. Todas las luchas que se le hicieron resultaron inútiles. Buscamos un veterinario que cobró cien pesos sólo por la visita; le aplicó inyecciones y suero pero Minou ya no pudo reanimarse y murió en las faldas de doña Matilde que lloraba inconsolable. Cuando se serenó un poco lo arregló en su canasta con flores y perfume y lo colocó en la sala, arriba del piano. Le preguntamos qué pensaba hacer con el gatito y ella nos dijo que lo enterraría en el huerto para tenerlo más cerca. Pancho se ofreció a hacerlo pero doña Matilde no aceptó. «Muchas gracias, amigos míos, son cosas que prefiero hacer yo misma», dijo con su voz más triste. La dejamos sentada junto al gatito muerto; con un dolor tan grande que partía el alma. ¡Y quién nos hubiera dicho que era la última vez que veríamos a doña Matilde en su casa!
Al día siguiente de la muerte de Minou, después de comer, yo estaba lavando los trastes y Pancho dando una clase de solfeo, cuando llegó don Roberto, el boticario de la esquina que era muy amigo de Pancho, a decirnos todo excitado que habían llegado unos automóviles llenos de policías. Se llevaron a doña Matilde con ellos y habían dejado la casa vigilada. Nos quedamos tan sorprendidos y asustados como si hubiéramos visto una aparición y sin saber ni qué pensar. Cuando nos recobramos un poco nos fuimos a ver qué había sucedido. Don Roberto estaba parado en la puerta de la botica y nos detuvo al pasar.
—Será mejor que no lleguen hasta la casa. Parece que la cosa está algo fea y como ustedes son tan amigos de la señora no vaya a ser que también les toque algo —dijo don Roberto.
—Como amigos de ella sabemos que debe ser algún malentendido, algo que se aclarará. No veo de qué o por qué tengamos que ocultarnos —le dije muy molesta.
—Pues yo, en su lugar, no me daría mucho a ver —volvió a insistir don Roberto.
—Don Roberto tiene razón —dijo Pancho, que siempre había sido miedoso y enemigo de andar en enredos—, será mejor que nos vayamos a nuestra casa y esperemos a ver qué se sabe. Después de todo, ¿qué podemos hacer nosotros? —dijo dirigiéndose a mí que lo estaba mirando de feo modo.
Nos fuimos a nuestra casa y nos sentamos a preguntarnos una y otra vez qué podía haber pasado. Así estuvimos hasta bien entrada la noche. Al día siguiente había gran revuelo en la calle del Chopo. Parecía una feria por la cantidad de gente que iba y venía y la que se aglomeraba frente a la casa de doña Matilde. No se metían en ella porque los gendarmes no dejaban entrar a nadie, pero se subían a las ventanas y a donde podían. Aún conservo los recortes de los periódicos: ¡era horrible lo que decían de la pobre señora! Por supuesto, meras calumnias y difamaciones de gente mala. Alguien, yo creo que unos vecinos que no la querían, y siempre estaban buscando la manera de molestarla porque nunca se relacionó con ellos, dieron parte a la policía de que la señora estaba haciendo un entierro en el jardín de su casa. Entonces fueron los agentes y aprehendieron, sin más, a doña Matilde y escarbaron el huerto. ¡Y claro que encontraron la cajita con el pobre Minou!, y unos esqueletos humanos que fue por lo que hicieron tanto escándalo, inventando las cosas más espantosas. Seguramente, como me explicó Pancho, aquellos esqueletos serían de algunos pobres indios de los que los españoles sacrificaron por montones y enterraron por todas partes. Pero con la buena e indefensa señora se ensañaron los periódicos, la policía y los malos vecinos. Nosotros maliciamos que, a lo mejor, lo que querían era que ella les diera una fuerte suma de dinero para que se quedaran callados, lo cual sucede con mucha frecuencia.
Para complicar más el asunto aparecieron dos güeras que según decían los periódicos eran las hijas del difunto don Octaviano de los Monteros, el último esposo de doña Matilde. Y estas señoras o señoritas, sabrá Dios lo que serían, abrigaban dudas de que su padre no hubiera muerto de muerte natural y pidieron a la policía que se hiciera una investigación exhumando el cadáver de don Octaviano. Alegaban que su padre le había dejado su fortuna íntegra a doña Matilde y a ellas ni un solo centavo, lo cual resultaba sumamente extraño porque su padre las quería mucho. Como ellas se encontraban estudiando en un colegio en Suiza cuando el señor murió, siempre habían sospechado de doña Matilde. También decían que era demasiada casualidad que sus tres maridos hubieran muerto de manera misteriosa, de enfermedades que nunca se supo qué habían sido, y que no sólo ellos sino otros parientes de doña Matilde murieron en igual forma, que todos eran ricos y ella siempre quedaba como única heredera.
Parecía que de pronto todo mundo se hubiera vuelto loco; fueron al cementerio y sacaron de sus tumbas a los parientes de doña Matilde y se pusieron a analizar huesos y cabellos y cuanto encontraban. Entre tanto era espantoso lo que decían los periódicos de nuestra querida amiga: Asesina a sus tres maridos y a sus parientes para quedarse con las herencias. Cuando inhumaba a un gato se le descubrieron sus crímenes ocultos a través de los años, y más cosas tan terribles y crueles como éstas. Pancho y yo hicimos infinidad de luchas para que nos dejaran ver a doña Matilde, pero no nos lo permitían. Las hijas de don Octaviano aseguraban que no escatimarían nada hasta no averiguar la verdad sobre la muerte de su padre. Nosotros comentábamos que lo que se proponían era apoderarse de los bienes de doña Matilde, lo cual estaba tan claro como el agua, y por lo mismo ponían tal empeño en decir las cosas más horribles sobre ella.
A los pocos días salió en los periódicos que se habían encontrado vestigios de arsénico en los cadáveres del cementerio, en los encontrados en el huerto, y hasta en el gato. Que doña Matilde los había asesinado suministrándoles pequeñas y diarias dosis del veneno. Era de no creerse hasta dónde llevaron las calumnias y la voracidad de las hijas de don Octaviano, quienes sin duda sí pagaron a los periódicos y a los jueces. Pancho me explicó que los huesos y los cabellos de aquellos esqueletos ya no podían tener más que ceniza después de tantos años, especialmente don Wilberto, el primer esposo de doña Matilde y sus dos hermanos que llevaban más de veinte años de muertos.
Cómo nos dolía que no hubiera nadie que hiciera algo por doña Matilde, la pobrecita estaba sola en el mundo sin quien viera por ella y la defendiera de tantas infamias. Nosotros suplicábamos que nos dejaran hablar en su favor, pero nunca nos hicieron el menor caso ni nos tomaron en cuenta. Los periódicos siguieron publicando cosas y más cosas, mientras duró el juicio. Por fin la declararon culpable de la muerte de sus tres maridos, dos hermanos, la hermana, un tío y una tía. Ocho personas en total, y nuestra pobre amiga que era de veras la persona más bondadosa y buena del mundo incapaz de matar una mosca, y que había llorado tanto por la muerte del gatito quedó sentenciada, por asesina maniática y peligrosa, a prisión perpetua.
Después supimos que habían vuelto a colocar a los muertos en sus nichos, en la propiedad de doña Matilde; menos a don Octaviano, al cual sus hijas se llevaron a otra tumba. A los esqueletos que encontraron en el huerto y que inventaron que eran los de un tío y una tía de doña Matilde que vivieron con ella y que de la noche a la mañana habían desaparecido sin que nunca nadie diera razón de ellos, los pusieron en la bóveda de don Octaviano, que estaba desocupada.
***
Un día logramos verla. A través de las rejas de fierro ni siquiera pudimos abrazarnos. Se había consumido por completo. Aparte de sus setenta y cinco años y de su delicado físico, aquella pena tan terrible la había deshecho. El mal trato, las incomodidades de la prisión, las groserías y las inhumanas calumnias que tuvo que soportar, habían sido demasiado para una señora de su condición social y de su refinada educación. Estuvimos con ella todo el rato que nos permitieron, tomados de sus manos por entre las rejas. Pancho y yo no podíamos contener el llanto, ella sólo se enjugaba una lágrima de vez en cuando, yo pienso que su educación le impedía llorar a lágrima viva en un lugar como la cárcel, pero nos decía palabras tiernas y afectuosas: que nuestro recuerdo y cariño la acompañaban siempre, que no la olvidáramos. Entonces nos dijeron que ya teníamos que irnos porque había terminado la visita. Nos quedamos mirándola hasta que desapareció tras la puerta de fierro.
Ésta fue la última vez que vimos a doña Matilde, porque a los pocos días de nuestra visita murió repentinamente. Una mañana nos estábamos desayunando cuando llegó don Roberto el boticario con el periódico en la mano. En él leímos que había muerto la anciana asesina y como sospechaban que se había suicidado se le iba a practicar la autopsia. Nos pusimos a llorar como si se nos hubiera muerto de nuevo nuestra madre y mirábamos y mirábamos el periódico sin lograr convencernos de que era cierto lo que estaba escrito. Después de tantas cosas como le habían hecho, no creyeron que hubiera muerto de muerte natural, que la mataron con sus crueles calumnias. Así son algunas gentes, especialmente la policía y los jueces. Y para salirse con la suya afirmaron que se envenenó con arsénico, igual que como había matado a sus víctimas, sólo que ella tomó la dosis de una vez. Aseguraban que escondía el veneno dentro de un medallón con el retrato de sus padres que siempre llevaba puesto. Y como nadie salió en defensa de doña Matilde así se quedaron las cosas.
Después de muchos trámites y súplicas nos dejaron asistir a su entierro. Sólo fuimos nosotros dos de particulares. Y varios agentes de la policía y los sepultureros. Parece ser que accedieron, según supimos, porque ella pidió, en una carta, que cuando muriera les fuera permitido al maestro de música Francisco Escobar y a su digna esposa, amigos suyos muy dilectos, acompañarla a su sepelio. También fue, ahora que me acuerdo, un sacerdote que no se cansaba de echar agua bendita hacia todos lados y a cada rato, y que parecía muy nervioso. La enterraron, conforme a sus deseos, junto con sus padres, por los que había tenido verdadera adoración. Dentro de la caja de doña Matilde pusieron dos pequeños cofres con las cenizas de los señores. Pancho y yo le llevamos sus claveles blancos y lloramos sin parar durante el entierro, y después, siempre que nos acordábamos de ella y de su triste historia. Nos consolaba un poco verle los ojos a Filidor, porque era como estar viendo los ojos de doña Matilde.

"Simpatía (La rabia del gato)" (1955) - Remedios Varo
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Amparo Dávila (1928-2020)
Zacatecas, México.
Narradora y poeta.
"Matilde Espejo", Música concreta, 1964.
¡Qué buena historia! no pude parar hasta el final. Me encantó.