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Prolang (2014). Ricardo Montesinos.

Actualizado: 22 sept 2020

Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento.

George Orwell.

Es un poco triste, pero la vida de una persona puede resumirse hasta caber dentro de una caja: un montón de fotos, algunos diplomas, unos cuantos recortes de periódico... Aquí está toda nuestra historia, nuestros triunfos, nuestros fracasos. Todo condensado y clasificado, ordenado por su fecha.


Mire. Ésta es la última foto en la que aparecemos los tres juntos. Nos la hicimos en el parque, cerca de casa, poco antes de que llevaran a Mario. En ese parque aprendió a andar y a montar en bici. Allí vivimos algunos de los mejores momentos de nuestras vidas. Y allí nos hicimos la última foto que conservo de él. Nos la hizo una chica que paseaba a su perro. Aquel día hacía un sol espléndido y estamos los tres en manga corta pese a ser primeros de marzo, sentados sobre el césped, abrazados. Riendo. Casi parecemos felices.


Pero no lo éramos. Puede verse en las profundas arrugas alrededor de los ojos de Yolanda, grabadas por incontables horas de llanto. O en mis ojeras. O en la expresión de Mario, en su mirada penetrante, atenta hasta extremos dementes a todo lo que le rodea. Parece la mirada de un animal acorralado, de alguien que sabe que a su alrededor se estrecha un cerco del que le será imposible escapar.


A Yolanda no le gusta esa foto. Siente una pena infinita cuando la ve, porque recuerda todo lo que pasó un par de semanas después. Yo, en cambio, no puedo dejar de contemplarla. Me hace ver lo mucho que nos quería Mario. Tanto que era capaz de salir a la calle con nosotros, de dar un paseo por el parque como si fuésemos una familia normal, pese al miedo que le daba salir de casa.


Así era él, capaz de hacer lo que más le aterrorizaba para vernos felices a nosotros. Es un buen chico. Nada que ver con todo lo que dicen de él. No tiene ningún desorden mental, ni sufre ningún tipo de esquizofrenia. Y, por supuesto, no es en absoluto peligroso. Mentiras, todo mentiras que se han inventado los psiquiatras para poder encerrarlo. Para evitar reconocer su propia estrechez mental, su falta total de perspectiva. Su ignorancia.


En realidad Mario es el chico más inteligente y lúcido que he conocido nunca. Es cierto que sus capacidades pueden llegar a ser difíciles de aceptar. Entiendo eso. También reconozco que las derivaciones últimas pueden ser aterradoras. Yo mismo no sé todavía cómo asumirlas. Ni como padre, ni como biólogo, ni como ser humano. Mario ha revolucionado totalmente las ideas que yo tenía acerca de lo que es el hombre, la vida, el universo. Es un genio, y ante la imposibilidad de asimilar su inhumana genialidad han optado por encerrarle en un hospital mental para siempre.


También se han dicho muchas barbaridades acerca de nosotros, sobre todo de Yolanda. Porque ella es lingüista y creen que todo fue idea suya. Por si no había sufrido bastante con la situación de Mario, además la culpan a ella de ser la responsable. Eso ha sido muy injusto, porque todas esas acusaciones han venido de personas que no nos conocen, ni tienen la menor idea de cuál es la verdadera historia.


Todo empezó hace mucho tiempo, en 1996. Creo que tengo por aquí alguna foto de esa época. Aquí. Somos Yolanda y yo, en la entrada de un concierto. La fecha debe estar en el reverso, ella solía apuntarla en todas las fotos. Sí: “Depeche Mode. Verano de 1998”. Aquí ya hacía dos años que estábamos juntos. Qué felices se nos ve. Qué despreocupados, sin la mínima sospecha de todo lo que pasaría después. Nos conocimos en la universidad. Yo estaba en tercero de Biología y ella acababa de empezar Filología Hispánica. Nuestras carreras no tenían nada que ver una con la otra (de hecho, nuestras clases se impartían en extremos opuestos del campus), pero me fijé en ella enseguida, la primera vez que nos cruzamos. Me gustó la sinceridad que emanaba. Sí, irradiaba franqueza. Su manera de caminar, de vestir, de reír, de hablar... todo en ella parecía transparente, sin una pizca de falsedad. Eso fue lo que me atrajo de ella desde el principio. Yo no era ningún antisocial retraído, había tenido alguna que otra novia, pero tampoco me veía capaz de abordar a una desconocida en medio del bar de la facultad para invitarla a tomar algo. Así que recurrí a la maniobra clásica: me matriculé en una de sus clases.


Después de una discreta indagación descubrí que quedaban algunas plazas libres en una asignatura a la que ella asistiría en el siguiente cuatrimestre. Me apunté sin pensármelo dos veces, ignorando completamente de qué trataba aquella materia, cuyo nombre Prolang, no significaba nada para mí.


Así que allí me presenté el primer día. Las clases se impartían en un seminario estrecho y oscuro, perdido en las profundidades del departamento de Lingüística General. En aquel lugar conocí al profesor Rafael Ferrera, un hombre de pelo totalmente blanco, que nunca dejaba de sonreír. Recuerdo de él que siempre llevaba corbata, pero nunca conjuntada con la camisa. Mire. Aquí tengo una foto suya. La recorté del Diario Universitario para tener un recuerdo suyo, cuando murió. Mire esto. Corbata morada y camisa de rayas blancas y rojas. Siempre hacía esas combinaciones horribles. La primera vez que hablé con Yolanda fue para hacerle un comentario gracioso sobre eso. Ella soltó una carcajada en medio de clase. Y cuando el profesor Ferrera preguntó qué ocurría, ella se lo soltó, sin pensárselo. Yo me puse tan rojo que creí que me iba a explotar la cabeza. Él nos miró a Yolanda y a mí y empezó a reírse también. Creo que incluso me guiñó un ojo, como si hubiera comprendido perfectamente los verdaderos motivos por los que yo estaba en aquella clase.


Porque, la verdad, aquella asignatura no encajaba para nada en el itinerario de estudios de un estudiante de Biología. Resultó que en aquel seminario íbamos a aprender prolang, una lengua construida, concebida por el profesor Ferrera con la intención de crear una forma de comunicación totalmente racional y libre de prejuicios y equívocos. La gramática del prolang era regular y simple, sin excepciones, capaz de expresar con total precisión las construcciones lógicas más complejas. Todo su léxico estaba estructurado de acuerdo a unas reglas precisas, de manera que un prolang parlante podía deducir gran parte del vocabulario a partir de un pequeño número de palabras. Es más, la misma morfología de las palabras proporcionaba su propia definición. No existían las ambigüedades, ni los malentendidos, ni las parcialidades. Cuando alguien hablaba prolang, no podía dejar de ser preciso, objetivo, honesto.


Yolanda y yo empezamos a vernos fuera de clase, para practicar con el prolang. Al principio fue en la biblioteca, luego en la cafetería del campus, después empezamos a ir a ver exposiciones y películas en la filmoteca. Nos hicimos novios casi sin darnos cuenta. Dábamos largos paseos bajo el sol primaveral o nos sentábamos sobre el césped de algún parque, charlando durante horas de aquella lengua que era solo nuestra. Parecíamos hechos el uno para el otro.


A mí no se me escapaba que nuestra relación marchaba tan bien gracias, en parte, al prolang. Podíamos entender exactamente cómo se sentía el otro, aquella lengua desterraba cualquier posibilidad de malentendidos, de incomprensiones. No es que no tuviésemos desacuerdos de vez en cuando, pero cuando hablábamos acerca de nuestras diferencias encontrábamos siempre la manera de solucionarlas, de seguir adelante, de continuar juntos.


También empecé a observar que los efectos de aprender prolang se manifestaban en otras facetas de mi vida. Yo arrastraba una asignatura desde primero, Bioquímica. Era imposible para mí, tenía atravesadas las biomoléculas y sus rutas metabólicas de tal forma que empezaba a creer que no aprobaría nunca. Hasta que se me ocurrió traducir todos mis apuntes al prolang. Cuando lo hice fue como si me quitaran una venda de los ojos. Las malditas biomoléculas se volvieron simples como juguetes. Sus estructuras, sus propiedades y sus procesos metabólicos encajaron de una manera simple, lógica, necesaria. Lo entendía todo de una forma diáfana porque no podía ser de otra manera, en prolang no se podía expresar de otro modo. Aprobé con matrícula de honor.


Cuando le hablé de ello a Yolanda, me confesó que ella había empezado a hacer lo mismo, con similares resultados. No sabíamos qué pensar. Si lo que sospechábamos resultaba ser cierto, aquella lengua era capaz de ampliar los horizontes mentales de sus hablantes de una forma asombrosa. Fuimos a hablar con el profesor Ferrera, que nos recibió en su despacho, un estrecho cubículo atestado de libros, periódicos y fajos de fotocopias. Nos escuchó pacientemente mientras Yolanda y yo le explicábamos atropelladamente lo que nos había pasado y lo que habíamos deducido por nuestra cuenta.


¿Se da cuenta de lo que signfica? le repetía Yolanda una y otra vez, entusiasmada. ¿De lo que podría suponer para... para... la Humanidad?


Recuerdo que don Rafael nos miró sonriente asintiendo para sí con la cabeza.


Cierren la puerta, por favor nos dijo, y siéntense. Tengo que explicarles algo.


Es curioso, han pasado más de treinta años desde aquella tarde y aún recuerdo la conversación palabra por palabra. Estoy convencido de que en algún momento, no recuerdo exactamente cuándo, pasó a hablarnos en prolang. No encuentro otra explicación posible al hecho de que todos y cada uno de los datos, de los conceptos y de las teorías que nos expuso se hayan quedado grabados profundamente en mi memoria.

Nos habló de algo llamado Principio de Relatividad Lingüística. La teoría había sido formulada por Edward Sapir a principios del siglo XX y posteriormente desarrollada por su discípulo Benjamín Whorf durante los años cuarenta. Simplificándola mucho, dicha hipótesis venía a decir que es el lenguaje el que determina la forma en que su hablante conceptualiza, clasifica y estructura la realidad. Es decir, que el lenguaje determina el pensamiento y no al revés, como defiende la postura más tradicional.

El profesor Ferrera había desarrollado el prolang con la idea de demostrar científicamente la certeza de la teoría: un lenguaje racional y lógico debería conducir a sus hablantes a pensar de igual manera. El profesor nos confesó que durante mucho tiempo no había cosechado ningún resultado, nosotros éramos los primeros en manifestar sus efectos positivos. Supuso que nuestros avances se debían a que lo usábamos con mucha más frecuencia que sus anteriores alumnos. El siguiente paso, nos explicó, sería recoger de forma científica la mayor cantidad posible de datos. Deberíamos someternos a una batería de tests psicotécnicos para cuantificar los cambios experimentados. Tampoco descartaba la realización de resonancias para descubrir hipotéticos cambios en las estructuras cerebrales.

Imagínese cómo nos sentimos. Como cobayas. Como ratones de laboratorio. El profesor Ferrera había estado experimentado con nosotros, con nuestros cerebros. Sin decirnos nada, sin nuestro permiso. Me puse furioso. Grité. Le insulté. Fue una escena muy desagradable. Creo que de no ser por Yolanda le habría pegado. Nos fuimos de su despacho dando un portazo y no volvimos a aparecer por ninguna de sus clases.

Cuando el curso acabó, obtuvimos las mejores notas de lo que llevábamos de carrera, incluyendo una matrícula en prolang, pese a que ni Yolanda ni yo nos habíamos presentado al examen. Lo interpretamos como un intento de engatusarnos, de sobornarnos. La verdad es que, pese al enfado, no habíamos dejado de hablarlo entre nosotros. Hacía nuestra comunicación tan fluida, tan completa, que nos había sido imposible abandonarlo. Se había convertido en algo natural.


Aquel verano fue increíble. Sin asignaturas pendientes para septiembre, Yolanda y yo nos dedicamos totalmente uno al otro. Paseos, exposiciones, teatro, conciertos, escapadas de fin de semana, sexo. Si tuviese que elegir una época de mi vida para congelarla y vivir eternamente en ella, escogería sin dudarlo aquel verano de 1997.


En nuestras conversaciones fue ganando cada vez más peso el tema del doctor Ferrera y el prolang. Fue Yolanda la primera en sugerir que quizá habíamos sido injustos con él. Era evidente que usar aquella lengua nos había unido y nos había hecho, de alguna manera, más intuitivos, más inteligentes. Me propuso que, cuando comenzase el nuevo curso, fuésemos a verle de nuevo y nos ofreciésemos a continuar ayudándole con sus investigaciones, pero esta vez con nuestras condiciones. Nada de secretos, nada de mentiras. No seríamos cobayas, sino colaboradores de la investigación. Al principio me resistí, estaba resentido por la manera en que el profesor nos había utilizado. Luego entendí que para Yolanda era una gran oportunidad. A mí la lingüística me importaba un pimiento, pero a ella no. Pude ver que se sentía fascinada por esa lengua y por el fenómeno que había provocado en nuestras mentes. Se había topado con algo increíble y quería participar en ello, subirse a ese tren. Así que cedí y le prometí que en septiembre iríamos a hablar de nuevo con Ferrera.

Fue una trágica sorpresa enterarnos, cuando recomenzaron las clases, de que el profesor Rafael Ferrera había muerto aquel verano, víctima de un ataque al corazón. Nos quedamos desolados, abrumados por el sentimiento de culpa. La última vez que nos habíamos visto habíamos sido muy duros con él, y a pesar de que había intentado pedirnos perdón con aquella matrícula, nos habíamos negado a volver a verle. Y cuando al fin habíamos decidido olvidarlo todo, era demasiado tarde.

Yolanda y yo acabamos nuestras carreras brillantemente. Yo me doctoré en Bioquímica, con una tesis titulada: “Técnicas de extracción de información y su aplicación para la predicción de estructuras tridimensionales en biomoléculas complejas”. Después encontré un buen trabajo en un laboratorio de biotecnología. Yolanda se quedó en la universidad, en su propia facultad, primero como profesora asociada y más tarde como profesora titular, especialista en literatura del exilio.

Nos iban bien las cosas. Nuestras carreras profesionales parecían imparables. Nuestra relación era lo más cercano a la perfección que yo soy capaz de imaginar. Nos queríamos, nos entendíamos, no podíamos vivir el uno sin el otro. Nos casamos en 2007, tras vivir juntos un par de años. Finalmente, el diez de marzo de 2009, nuestra felicidad fue completa, absoluta, con el nacimiento de nuestro hijo Mario.

El tema de la lengua surgió pronto. Habíamos seguido usando el prolang como herramienta de trabajo (sabíamos que gran parte de nuestro éxito se debía ello), pero también entre nosotros, en nuestra vida cotidiana. Era la lengua que hablábamos en casa, la lengua en que escribíamos los mensajes tontos que nos dejábamos el uno al otro en la nevera, la lengua que nos susurrábamos al oído cuando hacíamos el amor. ¿Deberíamos enseñársela a Mario? Discutimos el tema durante horas, durante días, cuchicheando junto a su cuna mientas contemplábamos cómo dormía. Yo al principio no estaba muy de acuerdo, era una lengua diseñada para alterar la forma de pensar de sus parlantes. Yolanda, sin embargo, quería que fuera su primera lengua. ¿Qué daño podía provocarle? ¿Hacerle más inteligente, más perspicaz? ¿Qué tenía eso de malo? Aún ahora, sabiendo todo lo que pasó después, no puedo culparnos por la decisión que tomamos. Solo queríamos lo mejor para nuestro hijo. Que Dios nos perdone.

Al principio, Mario resultó ser un niño bastante normal. Los dientes le salieron con retraso, aprendió a andar un poco tarde, tuvo problemas para abandonar el chupete. No parecía en absoluto que fuera a convertirse en ningún genio. No crea que eso supuso ninguna decepción para nosotros. Al contrario, fue un alivio, sobre todo para mí: el prolang no iba a marcar una diferencia, aparte de que nos pedía sewi en lugar de “caramelos” y no jugaba con su “pelota”, sino con su sike.

Todo cambió en 2001, poco antes de cumplir los dos años, cuando empezó a hablar. Hasta entonces había utilizado palabras sueltas, señalando algún objeto y nombrándolo, como todos los niños. El cambio vino cuando empezó a combinar esas palabras para expresar construcciones más complejas. Fue como una supernova. En apenas dos meses pasó de decir “quiero agua” a “mamá está escondida detrás de la puerta”. No se trataba solo de la velocidad vertiginosa con que aprendió a dominar el habla, sino a la misma complejidad de los pensamientos que expresaba, impropios de un niño de su edad. Después de todo, el prolang sí iba a tener algún efecto sobre el intelecto de Mario.

La prueba definitiva vino poco después, ese verano. Nos fuimos de vacaciones al sur de Francia y nos pasamos tres semanas recorriendo Languedoc. Entre las fotos habrá alguna de esas vacaciones. Fue allí, en esa tierra con nombre de lengua, donde empecé a sospechar que los cambios en su mente eran mucho más profundos de lo que hubiéramos llegado a imaginar.

Íbamos en el coche, por la autopista, camino de Carcassonne. A la altura de un pueblecito llamado Floure vimos una gran bandada de estorninos que revoloteaba sobre un bosquecillo. Era una bandada de estorninos que revoloteaba sobre un bosquecillo. Era una bandada enorme, la más grande que yo había visto nunca. Era como una ameba gigante suspendida a decenas de metros de altura. Se retorcía y se enroscaba para luego inesperadamente salir disparada, miles de pájaros al unísono.


¿Ni li seme? preguntó Mario desde su sillita. ¿Qué es eso?


Ni li waso. respondió Yolanda girándose. Son pájaros.


Ala. Mute waso li suli waso. ¿Ni li seme? Mute waso li suli waso. Muchos pájaros son un granpájaro


Me quedé helado cuando entendí lo que Mario nos estaba diciendo. No nos preguntaba por los pájaros, sino por la bandada, a la que consideraba también como un animal. Era capaz, con apenas dos años, de ver la imagen completa más allá de los detalles. Con el tiempo, comprendí que era la principal transformación que el prolang había operado en su mente: la capacidad de ver las estructuras ocultas que emergen de la multitud de fenómenos individuales. Era algo que Yolanda y yo percibíamos a un nivel rudimentario. Para nosotros era una especie de intuición que nos ayudaba a tener una perspectiva más amplia de las situaciones, o que nos permitía vislumbrar tendencias, propensiones apenas insinuadas para los demás. Para Mario, como más tarde comprendimos, no era una intuición. Yolanda y yo habíamos aprendido prolang con casi veinte años, con nuestras mentes ya profundamente configuradas por el castellano. Pero en Mario había modelado un cerebro impoluto, una tabula rasa en la que se implantaron profundamente las concepciones que el prolang lleva implícitas en su misma forma. Él no intuía, lo veía claramente, como alguien que se aleja dos pasos de un cuadro impresionista para que la imagen cobre sentido.


A partir de aquel momento el desarrollo de Mario fue asombroso. Cada día nos sorprendía con sus preguntas, con sus deducciones, con sus reflexiones. Era capaz de fijarse en cosas que nadie más percibía, pero que resultaban totalmente obvias una vez que él las señalaba. Nos hacía preguntas embarazosas sobre moralidad, sobre las divergencias entre las normas teóricas que rigen la sociedad y los comportamientos concretos que él observaba. Aprendió a leer con tres años, pero nosotros no podíamos ofrecerle nada que leer en prolang salvo algunos textos que le traducíamos. Aprendió a leer en castellano, francés e inglés. A los seis años leía varios libros por semana, además de numerosos diarios y revistas. Pero le resultó imposible sentirse cómodo con estas lenguas: le resultaban demasiado limitadas y ambiguas. Ala lon lang, las llamaba. Lenguas no ciertas. Lenguas mentirosas.


Obviamente, tuvo problemas en la escuela. Mario siempre había sido un niño abierto a los demás, pero con el tiempo todo el mundo empezó a ver que no era un niño normal. Él pudo sentir claramente esa desconfianza, esa suspicacia. Y lo percibió en su totalidad, no como reticencias individuales, sino como un rechazo general. A esas alturas ya era imposible para él, para todos, volver atrás. Así que finalmente decidimos buscar ayuda. Rápidamente fue identificado como niño superdotado e incluido en el Programa Nacional de Educación para Superdotados. Fue desescolarizado y continuó su educación en casa, siguiendo a través de la red planes de estudios especialmente diseñados para él. Eso ocurrió en 2017. Mario tenía ocho años.


Por supuesto, toda esta situación nos afectó a Yolanda y a mí. Ella no dejaba de culparse por lo que sucedía. Creía que todo era culpa suya, que era la única responsable de la situación. Su carácter cambió, se volvió lacónica, arisca. Teníamos continuas discusiones, en las que descubrimos que el prolang también era una excelente y certera forma de herir los sentimientos de los demás. Yo intentaba animarla diciéndole que si existía alguna culpa, no era solo suya. Yo también había accedido a enseñarle prolang a Mario. Yo me había pasado horas con él señalando objetos y nombrándolos en voz alta: suna, poki, musi, soweli... Además, nadie era culpable porque no había nada de lo que acusarse. Habíamos convertido a nuestro hijo en un superdotado. Era mucho más que eso. Conforme iba avanzando su educación, se iba volviendo más y más introvertido, llegando a rebasar los límites del autismo. Llegó un día en el que no quiso jugar con otros niños, ni hablar con nadie, ni salir a la calle. Dejó de seguir sus clases especiales. Se pasaba el día encerrado en su habitación, acurrucado en un rincón, mirando fijamente la pared.

En ese punto, los psicólogos de apoyo del Programa nos sugirieron que quizá Mario pudiese tener algún tipo de desorden mental. Autismo, quizá. O esquizofrenia. Sería necesario hacerle pruebas y diseñar para él un plan de tratamiento especializado, que incluiría terapia individual y la administración de medicamentos psiquiátricos.


Decidí que iba a intentar acaba con aquello. Yo sabía que Mario no era un niño autista. Sabía que había algo más, algo que explicara aquel progresivo alejamiento de la realidad. Fui a su cuarto para hablar con él, para lanzarle un cable hecho de palabras con el que arrastrarle y sacarle de aquel abismo. Me senté en su cama, junto a él, y empecé a hablarle. No recuerdo exactamente lo que le dije, creo que fueron en su mayoría tonterías. Le expliqué cómo conocí a Yolanda, cómo aprendimos aquella lengua que había cambiado nuestras vidas. Le hablé del día que nació y del día que me llamó apa por primera vez. Le conté lo poco que sé de la vida y del mundo. Le dije cuánto le queríamos su madre y yo y cuánto deseábamos que fuese un niño feliz. Cuánto significaba para nosotros y cuán poco nos importaba lo que pensase nadie de él.


Él se giró y me miró fijamente. Durante un segundo, un segundo de enorme alegría y alivio, creí que lo había conseguido. Pero entonces él empezó a hablar, a explicarme por qué mantenía aquella introversión total. Me habló de los tokilawa. Así los había bautizado. Literalmente significa: “mentes (hechas) de palabras”, pero si yo tuviera que proporcionar una traducción, me inclinaría por denominarlos: “semiomorfos”. Según él, eran entidades formadas por información pura. Consciencias que emergían de la colosal cantidad de datos que se intercambian a diario en nuestro mundo: de cada palabra, de cada gesto, de cada fluctuación bursátil... Cualquier pequeña transmisión de significado era, además de lo que aparentaba ser, también parte constituyente de algo mayor: de igual manera que una señal eléctrica entre neuronas es, a una escala mayor, parte de ese fenómeno llamado consciencia. Observadas a nivel microscópico, nadie puede sospechar que esas señales, esos meros chispazos eléctricos, dan forma a una mente inteligente. De igual modo, nadie puede concebir que las interacciones humanas den forma a otras mentes, en un orden de magnitud tan grande que son imposibles de ver. Bueno, imposibles de ver para todos menos para nuestro hijo.


A Mario le aterraban, pero también le fascinaban. Se sentía hipnotizado por sus procesos, sus desarrollos, por las interacciones que establecían entre ellos. Esos semiomorfos eran seres extraños, pero no estaban exentos de obedecer a las leyes naturales de universo: se replicaban, mutaban y esas mutaciones favorecían o no su supervivencia en un entorno de competencia por recursos computacionales limitados. Es decir, estaban sujetos a un proceso de selección natural. A una evolución. Y esos enfrentamientos, esas extrañas y abstractas pugnas se libraban en nuestra red, en nuestras calles, en nuestras cabezas. De ahí su silencio, su hermetismo. Podía estar absorto en ellos durante horas, durante días. Durante toda su vida.


Al principio rechacé aquella conceptualización de la realidad. La tomé como un conjunto de alucinaciones, de delirios. Realmente creí que mi hijo estaba loco. Después empecé a analizar detenidamente aquella idea no como un padre asustado, sino como biólogo. Hacía falta afrontarla con una mente abierta, pero eso era algo de lo que yo, gracias al prolang, estaba sobrado. Los semiomorfos empezaron a cobrar sentido. ¿Qué es la vida, después de todo? Información. Información ordenada en estructuras complejas y codificadas en la materia. ¿Por qué esa información debe estar cifrada solo en moléculas de ADN? ¿Y si la vida orgánica es simplemente la manifestación a una escala concreta de un fenómeno mucho más amplio? En ese caso, el universo entero estaría lleno, a todos los niveles, de sistemas estables de información que se perpetúan y se replican a sí mismos: los semiomorfos.


Justo en ese momento, cuando me convencí de que Mario tenía razón, me di cuenta de que lo había perdido. Era imposible rescatarle por muchos cables que le lanzara. Su mente, su forma de ver el mundo, era tan diferente a la nuestra que era una quimera intentar tender puentes hacia él. Así de sencillo. Sí, la interacción era factible (mantener conversaciones o salir a pasear al parque), pero esa conexión nunca sería real. Para Mario sería como estar jugando con un perrito, o con un bebé. Su consciencia, su auténtico yo, estaría moviéndose siempre en otros niveles de la realidad, de una complejidad tal que eran inaccesibles al resto de personas. Se podía decir que Mario ya no era humano, que había trascendido la mera humanidad para convertirse en algo que estaba más allá.


Supongo que, siendo usted periodista, ya conoce el resto de la historia. Empezó para nosotros una interminable sucesión de pruebas médicas, de visitas al psiquiatra, de reuniones con pedagogos. Fue en medio de aquel proceso cuando la prensa se enteró del caso. A alguno de los médicos que visitaban a Mario se le ocurrió relacionar los problemas del niño con el hecho de que hablara en una lengua artificial y dio parte a la Consejería de Asuntos Sociales y al Defensor del Menor. Antes de darnos cuentas, aparecíamos en los periódicos y en la tele. “La familia Mengele”, nos llamaban en los magazines matinales. Los monstruos que habían hecho experimentos con el cerebro de su hijo. Ante aquel revuelo, y presionada por la alarma social que había provocado el caso, la Consejería decidió finalmente retirarnos temporalmente la custodia de Mario e internarlo en un centro para niños con necesidades especiales.


En ese momento Yolanda ya no pudo más. Habíamos sido injustamente separados de nuestro hijo y linchados moralmente en público. Se derrumbó. Su sentimiento de culpa fue demasiado grande como para soportarlo y cayó en una depresión. Actualmente está en casa de su hermana y no quiere verme ni hablar conmigo cuando la llamo por teléfono. Ninguno de los dos lo ha dicho en voz alta, pero ambos sabemos que hemos acabado. No es que hayamos dejado de querernos, yo sigo enamorado de ella y estoy convencido de que ella también de mí. Lo que pasa es que nuestra relación no ha podido soportar tanto. Y se ha roto. Simplemente eso.


En cuanto a mí, no sé muy bien qué responder. Continúo intentando que Mario vuelva a casa. Pero sé que es imposible. Para que eso ocurra, los psiquiatras tendrían que admitir que no es un enfermo mental. Lo cual implicaría aceptar como posible la interpretación que hace de la realidad. Y eso nunca pasará, nunca admitirán que el hombre no es la cúspide de la evolución, que el universo está poblado a todos los niveles por entes constituidos por flujos de información. Nunca aceptarán que la esencia última del hombre, de la vida y de la realidad son meros bits, los ceros y unos de las fluctuaciones cuánticas.

Y esa es nuestra historia. Tenga, llévese la caja, si quiere. Aquí está todo lo que necesita para escribir su reportaje. Cuéntele a todo el mundo la verdad. La verdad acerca de Mario, Yolanda y yo. La verdad acerca del prolang y de los semiomorfos. Cuénteles la verdad, o por lo menos, toda la verdad que tenga el valor de contarles.

Ricardo Montesinos (1977).

Barcelona, España.

Historiador y cuentista.

"Prolang", Terra Nova 3 Antología de Ciencia Ficción Contemporánea, 2014.

 
 
 

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