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El río y la barca (1967). Mercé Rodoreda.

Actualizado: 22 sept 2020

—Si le gusta remar, detrás del bosque están el río y la barca —dijo la mujer de mi amigo.


Me habían invitado a pasar el fin de semana en su finca y todo el mundo sabía lo que me gustaba el agua. Recuerdo a mamá explicando, con una especie de angustiosa precipitación, que desde muy pequeño cuando me bañaban me reía; y que cuando me escurrían la esponja por encima abría la boca como un pececillo. La primera sensación viva de la lluvia la tuve en el chalé donde pasábamos los veranos. Una noche se puso a llover intensamente y yo me levanté para ver el agua. La oscuridad me intimidaba, pero salí a la terraza, me tendí en el suelo, la lluvia me caía en la boca, yo bebía, y se me pasó el miedo. Aquella agua era la misma que llenaba las fuentes, pensaba. Y todos los días hurgaba con una caña en l fuente para que se le terminase pronto el agua y pidiese más lluvia a las nubes. Aprendí a nadar en el río. En medio había una isla de arena, pequeña; me tendía en ella, dejaba las piernas dentro del agua, cerraba los ojos y jugaba a dar la vuelta al mundo llevado por el agua que corría.


Mi sed no puede explicarse. Un delirio por sentir el agua bajar por la garganta. Un vaso lleno de agua, la mano dentro del agua, la mejilla bajo el agua, el baño... No me gusta el agua de mar. Mi agua es el agua dulce, el agua de primavera, el agua con juncos, con sombras de hojas en las orillas, el agua poco profunda, transparente, con guijarros en el fondo. El agua que corre. El agua salada ataca; el agua dulce te toma. Los sueños de agua dulce no terminan nunca.


Me levanté al romper el día; hacía viento y unas cuantas hojas quemadas por el calor revoloteaban, caídas prematuramente. Mis amigos aún debían estar durmiendo. Vista desde fuera, la casa parecía extrañamente desierta, como si nadie hubiese vivido nunca en ella. El bosque bajaba en pendiente hasta el río, que no se veía porque se hallaba cubierto por altas hierbas y una hilera de sauces muy viejos. Un pájaro gritó: una garza cielo arriba, por encima de los árboles. Otra la siguió, el plumaje tan negro y las puntas de las alas más blancas que la sal. Crucé el bosque, gris aún a la luz del alba, y los aromas más penetrantes de las hierbas empezaban a mezclarse. El agua brillaba, manchada de sombra y luz. El primer rayo de sol filtrado entre las ramas moría sobre el agua y resucitaba en el fondo, indeciso, como una telaraña blanca. Tras la hilera de los sauces, se lanzaban los juncos. La orilla estaba cubierta de hierba.


Hallé la barca, verde, con la pintura agrietada y reseca, tras un matorral salpicado de bolas color fuego, cual un incendio helado. Los remos, negros como si los hubiesen embadurnado con alquitrán. En medio de los juncos, apoyada contra la taquilla de la barca, se mecía una muñeca con la cabeza aplastada. El vestido, podrido por el tiempo y el agua y rodeado de hojas. Antes de subir a la barca me bañé. El agua era espesa, y no joven, sino estancada, y el río, más que el río propiamente, parecía un lago estrecho, tan verde que apenas si me veía los brazos cuando el agua los cubría. Estuve nadando durante un rato. Luego, sentado en la barca, me miré las manos. Había permanecido unos diez minutos en el agua, pero la piel de alrededor de las uñas estaba blanca y arrugada, como si hubiese estado toda la mañana. Cuando fui a coger los remos tuve ganas de descansar un poco: con los ojos cerrados y la cabeza erguida, la brisa y los rumores de los pequeños insectos —un momento antes, posada sobre el borde de la barca, había una avispa como un puñado de oro— casi me sugerían el lento rodar de las cosas, de la tierra y el agua, de la isla de trigo y rocas y árboles sostenida por olas de luz y de noche. Y empecé a remar con los remos negros. La barca era pesada: el río parecía que fuese de aceite y los remos se hundían cada vez más.


Dejando atrás un cañaveral, entré bajo una bóveda de follaje. En lo alto, el viento encendía y apagaba el verde de las hojas. Pero, en vez de alegrarme, aquella pelea de transparencia en la boca de la sombra me punzaba un poco el corazón; era como si algo me estuviese diciendo adiós. De golpe, los verdes más claros se fundieron; el viento se había detenido y ya sólo se movían las hojas muertas encima del agua —una capa de colores mohosos que se desgarraba a cada golpe del remo—. Del agua subía un hálito que me adormecía. Más allá debía haber flores con fuego en las mejillas, el sol batiría a la tierra de parte en parte, pero sobre el agua la luz era oscura y penosa. Vi que el río se estrechaba y que los troncos eran más espesos y cubiertos enteramente de musgo, brillando con aquella humedad caliente que se me pegaba a la piel.


Pasó un buen rato y, casi sin darme cuenta, dejé de remar. No se oía nada, ni una pisada de alimaña, ni un graznido de pájaro. En mi interior, algo empezaba a cambiar y una fiebre insólita desdibujaba los contornos. Volví a remar: la barca avanzaba más despacio aún que antes, pese a que yo remaba con todas mis fuerzas. Casi instintivamente, miré uno de los remos en el momento de sacarlo del agua y me pareció que se había acortado. Del otro, que se doblaba como una rama verde, apenas si quedaba la miel. Algo, desde el fondo, se comía la madera y me atraía sin esfuerzo alguno. «Si le gusta remar... » , oía la voz de la mujer de mi amigo, pero no lograba acordarme en absoluto de cómo era y casi hubiera jurado que no nos habíamos conocido jamás. No se veía ni un palmo de tierra ni un claro de sol. Todo estaba verde y negro, y el río se estrechaba y pronto cabría justo la barca, con las orillas rozándole los costados. Los remos no servían ya para remar. Para volver atrás, tendría que bajar de la barca y dejarla allí, y mis amigos me preguntarían qué había hecho con ella y yo tendría que explicarles que el río se estrechaba, que los árboles habían formado una pared...


Cayó una pluma blanca y quedó lisa encima del agua, que ni siquiera la reflejó. Los árboles ya no eran árboles y las hojas ya no eran hojas. Sólo recordaba la muñeca con la cabeza aplastada, apoyada contra la barca. Hacía mucho tiempo... Y mi respiración se hizo entrecortada y difícil. Me pareció que los ojos se me abotargaban y que no podía cerrarlos. Me los palpé; eran redondos. En el paisaje, todo sombras, palpitaba algo que me aguardaba como en el momento de un parto. Aún intenté remar de nuevo, por puro instinto, y la barca, sin remos, avanzó un poco. Pero me ahogaba y era mi ahogo lo que la empujaba. Abrí la boca cuanto me fue posible, intentando aspirar un hilo de aire, pero el aire se había espesado y la boca se me desgarraba por las comisuras. Cuando ya no pude respirar en absoluto y sentí que el cuerpo entero se me desnudaba, hice un esfuerzo supremo y con los pies agujereé la barca, que parecía haberse vuelto de fango. Sentí una presión terrible a ambos lados del cuello, y la barca se esfumó, y yo quedé sólo con aquella especie de muerte que me crecía por dentro, con prisa, como una hierba venenosa.


Una especie de vértigo hizo que me inclinara hacia adelante y caí sobre el agua, liso como la pluma blanca, y con las piernas pegadas. Me habían brotado unas aletas espinosas a cada lado del pecho y, en medio, un pectoral de escama. Intenté nadar con los brazos, pero no lograba recordar dónde los tenía. Y entonces sentí que de arriba a abajo de la espalda, dolorosamente, me surgía una aleta membranosa y que un suave remolino de agua me absorbía. Inocente, empece a nadar. Todo se había vuelto fresco y fácil. Divino.


Me había convertido en pez. Y lo fui durante muchos años.

"Pond" (1879) - Vasily Polenov.
 

Mercé Rodoreda (1908-1983).

Barcelona, Cataluña, España.

Novelista y cuentista.

"El río y la barca", Mi Cristina y otros cuentos, 1967.
 
 
 

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